Hace muchos años, en una pobre aldea china, vivía un labrador con su hijo. Su único bien material, aparte de la tierra y de la pequeña casa de paja, era un caballo que había heredado de su padre. Un buen día el caballo se escapó, dejando al hombre sin animal para labrar la tierra.
Sus vecinos – que lo respetaban mucho por su honestidad y diligencia– acudieron a su casa para decirle cuanto lamentaban lo ocurrido. Él les agradeció la visita, pero preguntó:
-¿Cómo podéis saber que lo que ocurrió ha sido una desgracia en mi vida?
Alguien comentó en voz baja con un amigo: “él no quiere aceptar la realidad, dejemos que piense lo que quiera, con tal que no se entristezca por lo ocurrido”. Y los vecinos se marcharon, fingiendo estar de acuerdo con lo que habían escuchado.